El Arte de conectar razón y emoción

mar 26, 2017
Ana Angélica Albano y Graham Price 

Introducción

Las primeras pinturas rupestres marcan la génesis del espíritu humano, nos permiten establecer contacto con los seres humanos que vivieron en aquellas cuevas hace 32.000 años, dando rienda suelta a nuestra imaginación para que nos preguntemos cómo vivían tanto física como espiritualmente. Su capacidad de interpretar y crear trazos fue crucial para su supervivencia y nos permite vislumbrar cómo organizaban sus vidas. La historia de las imágenes está ligada a los albores de la humanidad. Establecemos una conexión más allá de la barrera temporal gracias a nuestra capacidad para interpretar sus historias a partir de dichas imágenes.

Hemos nacido con el potencial de crear e interpretar imágenes. Saber distinguir las huellas de animales suponía ser capaz de cazar o evitar peligros. Leer las señales del cielo permitía predecir el clima. Y saber interpretar el lenguaje corporal de otros seres humanos resultaba fundamental para la supervivencia del hombre antiguo.

Sin embargo, la vida es mucho más que la mera subsistencia. A pesar de que el mundo del hombre contemporáneo es completamente diferente, no deja de ser un mundo en el que la capacidad de interpretar imágenes sigue desempeñando un papel importante. Mucha de la información que compartimos hoy nos llega en formato visual, por lo que no solo debemos permanecer visualmente alertas al entorno natural, sino también ser capaces de interpretar los mensajes generados en nuestro entorno social, saturado de imágenes. Todos experimentamos a diario la inmediatez de la imagen a través de la publicidad, que hace que niños de dos años sean capaces de distinguir diferentes marcas debido a su exposición a los medios de comunicación, aún pudiendo desafiar los hábitos de visualización que tenemos inculcados. Al embarcarnos en la aventura de visualización consciente, nos trasladamos más allá del mundo funcional de las materias primas, donde entra en juego la capacidad humana de re-conocer, re-pensar o re-imaginar el lugar que ocupan las imágenes asociadas a la labor artística. Este modo de percibir, comunicar y comprender el mundo visual que nos rodea puede considerarse un derecho innato. Los artistas son expertos en dirigir nuestra atención a un momento plasmado, a una combinación de apariencias inusuales o hacia cómo los demás nos perciben. Todos podemos adoptar la forma de mirar el mundo de un artista, pues no es más que una extensión de la capacidad innata de todo ser humano.

 

Al comienzo de la vida, la intimidad que existe entre madre e hijo depende exclusivamente del lenguaje corporal que comparten, sin necesidad de lenguaje verbal. Tanto el niño como la madre se nutren de su mutuo interés. Establecer un vínculo con una obra de arte nos exige exactamente lo mismo: tener curiosidad. Concentrarnos en algo que nos interese el tiempo suficiente para que las palabras se desvanezcan. Sean cuales fueren las asociaciones que comiencen a desarrollarse, supondrán un nuevo vínculo con el poder de la imagen para despertar nuestra imaginación.

La creación artística está asociada al desarrollo de la vista, pero se sustenta en la fascinación por el tacto, un tacto que deja huella. Rebañar con el dedo Artes y emociones que potencian la creatividad nuestro plato favorito, garabatear con un palo en la arena, pasar con la bicicleta por un charco para contemplar las huellas de sus ruedas… todos pueden considerarse actos relacionados con el dibujo. Cuando los niños comienzan a desarrollar historias, encuentran un placer especial en crear imágenes no basadas necesariamente en su visión, sino en la necesidad de evocar y recrear experiencias importantes. Desarrollan esta competencia antes que la escritura y, al explicar sus dibujos, los niños dan vida a sus imágenes fijas. La doctora Susan Wright ha investigado observando a niños pequeños mientras dibujaban el futuro que imaginaban. Ha sido testigo de un rico repertorio encarnado, no solo en los trazos dibujados, sino en gestos en el aire, en efectos sonoros y en palabras que habitualmente acompañan actos absortos de dibujo. A través de entrevistas, ayuda a reconstruir las historias que surgen durante el proceso de dibujo. Mediante esta paciente observación nos ofrece la posibilidad de vislumbrar un mundo mucho más complejo de lo que a simple vista revelan estos sencillos dibujos. El hecho de observar a los niños con detenimiento puede concedernos el privilegio de ser su primer público. Puede incluso que, al observar a estos pequeños maestros tan comprometidos, nosotros mismos seamos capaces de recordar cómo se juega.

Al igual que la escritura y el habla, las habilidades artísticas se desarrollan mediante la repetición. Sin la posibilidad de repetir conductas, estas competencias no consiguen desarrollarse plenamente, hasta el punto de que la mayoría de los adultos terminan por creer que no son capaces de crear imágenes porque no son artistas. Al redactar un escrito, los adultos no sienten la necesidad de decir... «pero es que no soy escritor». Sin embargo, suelen negar su capacidad para producir imágenes al sentirse intimidados por los demás o el objetivo de una cámara.

Veamos cómo las artes plásticas, tanto en lo que respecta a la observación como a la creación, afectan a nuestras vidas y nos inducen a ser creativos e innovadores.

Con ojos de niño

«El esfuerzo de ver las cosas sin distorsión requiere cierta valentía; y esta valentía resulta esencial para el artista, que debe mirarlo todo como si lo viera por primera vez: debe observar la vida como lo hacía cuando era niño, ya que si pierde esa facultad, será incapaz de expresarse de modo original, es decir, personal». Henri Matisse

Al seguir la reflexión de Matisse, se nos invita a crear. La creatividad comienza con la visión, una invitación a mirarlo todo como si fuera la primera vez que lo vemos. La mayor parte del tiempo empleamos la vista para identificar, comparar y clasificar; para envolver con palabras familiares todo aquello que vemos. La experiencia con las artes plásticas comienza cuando las palabras no resultan apropiadas para ex-presar las im-presiones. Algunas veces, una experiencia nos llega más que las palabras. Lloramos, reímos, nos conmovemos. Cuando la calidad de la experiencia es más importante que la historia que podríamos expresar con palabras, tenemos más motivos para explorar una imagen, para plasmar nuestras impresiones con pinturas, lápices, arcilla… con cualquier material disponible que pueda ayudarnos a modelar lo experimentado. El movimiento es nuestro primer lenguaje, pues precede al habla. En el arte, nuestros gestos van dejando un rastro que puede revelarnos de dónde venimos. De niños, reivindicábamos espacio en una página. Aportábamos cierto tipo de conocimiento. El hecho de poder identificar que «fui yo quien dejé esta marca en el mundo» muestra que existe un poder mágico. Dado que todos los niños dibujan, podríamos afirmar que se trata de su primera forma de escritura. Las líneas, los colores, las formas y las texturas se convierten en su primer alfabeto. Nuestro enfoque, coincidiendo con el título del trabajo de Judy Burton, Drawing: Catching Things That Are Out Of Reach2 (El dibujo: lograr cosas que están fuera de nuestro alcance), admite que el impulso de dibujar es, para los niños de cualquier edad, un intento de plasmar las apariencias y significados que no encajan con facilidad en nuestro mundo verbal.

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Desarrollar la creación artística con niños

Aprendemos a hablar imitando los patrones de habla de nuestros padres. Gracias a la imitación y a la repetición adquirimos una comprensión más profunda y un vocabulario más extenso. En el caso de las artes plásticas, el aprendizaje es similar. Al principio, el proceso artístico consistente en concebir y expresar imágenes a través de líneas, colores y formas se produce de forma espontánea utilizando una técnica, como la cera o la pintura, y generando colores y formas en una hoja. Al verse inmersos en un entorno rico en artes, los niños amplían su rango de habilidades mediáticas y su sensibilidad en lo que respecta a composiciones. En este entorno se deberían incluir contrastes de texturas: formas naturales orgánicas que se hayan recopilado con la ayuda de los niños. Se les debe presentar una amplia variedad de materiales diferentes que les resulten atractivos a la vista y al tacto. Los adultos, con toda su buena intención, suelen darles pegatinas y plantillas, sin darse cuenta de que esto tiende a limitar las propias soluciones del niño, semejándolas a las respuestas prefabricadas de los adultos. Lo que buscamos es aprovechar la curiosidad del niño y encontrar formas de contar su historia con sus propios movimientos. Puede desarrollarse un repertorio visual de cómo hacer distintos trazos mediante experiencias que vinculen conscientemente lo visual con lo kinestésico. Mover un material mediante presión y tacto genera diferentes tipos de marcas y el mero hecho de descubrirlo, ya es un acto educativo. La repetición de las que más nos gustan contribuye a desarrollar y conseguir un mayor control.

A pesar de que vivimos rodeados de imágenes, muchas veces solo nos detenemos a observarlas el tiempo necesario para nombrar lo que vemos. Esto ocurre también en las galerías de arte: un estudio ha revelado que no dedicamos más de tres segundos a contemplar la mayoría de las obras. El aprendizaje visual no se ciñe exclusivamente a la expresión personal, sino que se entiende también como nuestra capacidad para interpretar los lenguajes visuales de otras personas y otras épocas. Las obras de arte nos transmiten un mensaje, pero es necesario prestarles atención activa, un proceso distinto a la mera recepción lúdica a través de una pantalla en movimiento. La funcionalidad de un vistazo fugaz es orientarnos espacialmente, comprobar si la costa está despejada y fijar el objetivo para nuestro próximo movimiento. Podemos practicar esta forma de mirar en la naturaleza, pero aún así, nuestros ojos tenderán a revolotear y a danzar de un lado para otro a medida que nos movamos. Para mirar largo y tendido, debemos dejar el tiempo a un lado y creer en el poder de una imagen aparentemente estática para transportarnos hasta territorios desconocidos. Si tratamos la obra de arte más como un mapa, podrá comenzar a relatarnos historias de tiempos y lugares lejanos y de otras culturas, permitiéndonos sobrepasar los límites de nuestra vida diaria. La obra de arte nos llega cuando le damos espacio. ¿Por qué no salimos y practicamos esta forma de mirar? Delante de obras de arte, en la naturaleza… explorando lo que vemos como si de un intrincado mapa se tratase.

Antoni Tàpies sugiere que un cuadro es una puerta que conduce a otra puerta. La obra de arte no es más que una invitación. La puerta que podemos abrir se encuentra en realidad en el interior del observador.

Enseñanza: educación en arte y mediante el arte

«La pintura no vuelve excéntrico al hombre, como mucha gente cree; más bien, lo vuelve diestro y adaptable a cualquier situación». Carlo Ridolfi

Esta afirmación de Carlo Ridolfi, ya en el siglo XVII, sugiere que los recelos infundados sobre los artistas no es un fenómeno moderno. Estas anécdotas culturales poco constructivas y el estereotipo del artista suelen estar vinculados a comportamientos descontrolados o excéntricos. Otra forma de marginalización consiste en asociar a la infancia el placer de crear a través de colores y formas, asimilarlo
a una fase infantil que los adultos no necesitan tomarse en serio. Ridolfi defendía que la creación artística nos da más flexibilidad en habilidades y creatividad, una teoría que coincide con la concepción contemporánea del potencial del arte.

El poeta Carlos Drummond de Andrade apuntó que también la poesía solía asociarse con la infancia y, en cierto modo, se confinaba a ese periodo vital: «¿Por qué los niños son poetas en su mayoría y, con el tiempo, dejan de serlo? ¿Acaso la poesía es un estado infantil relacionado con la necesidad de jugar, la ausencia de erudición, la falta de interés por los mandamientos prácticos de la vida, en pocas palabras, un estado natural de la mente?».

Para Andrade, lo más probable es que debamos imputar la desaparición de la poesía al proceso educativo. Y esto no se debe exclusivamente a que prestemos demasiada atención a las asignaturas consideradas «más importantes a nivel académico», sino a la propia forma que tenemos de impartir el plan de estudios.

«Sin embargo, si en la mayoría de los casos el adulto pierde su comunión con la poesía, sería en el colegio. El colegio, por encima de cualquier otra institución social, actúa como elemento corrosivo contra el instinto poético de nuestra niñez. Esta capacidad se marchita de forma directamente proporcional al desarrollo del estudio sistemático. ¿Hasta desaparecer por completo en un hombre supuestamente preparado para la vida? Me temo que sí. La escuela llena al niño de matemáticas, geografía, lengua, por norma general, sin referencia alguna a la poesía de las matemáticas, la geografía o la lengua. El colegio no se percata del ser poético del niño. La escuela no comprende la capacidad de vivir poéticamente en el mundo».
(Andrade, 1974 p. 10).

Esta imaginación poética propia de los niños puede observarse en cómo piensan y se expresan mediante imágenes. Su mundo es un todo, no está fragmentado. El pensamiento, el sentimiento, la emoción y la razón no están divididos en compartimentos de conocimientos ni sensaciones. Pongamos unos ejemplos: Paulo Freire, declaró que una de sus hijas, con solo cuatro años, le hablaba de una amiga que tenía «el pelo tan suave como la espuma del mar». Ese pelo, tan suave como la espuma marina, está abierto a más metáforas, como la que expresaba uno de los jóvenes alumnos de Arno Stern al afirmar: «Quiero el color montaña». En ninguno de los comentarios existe ninguna intención de crear poesía. Los niños piensan poéticamente por asociación, pero acceden gradualmente a la disciplina del discurso lógico mediante el proceso educativo. Los adultos podemos recuperar este proceso de juego verbal si dejamos que se amontone irreflexivamente en nuestra mente un flujo libre de asociaciones, recuerdos e imágenes.

Sin embargo, mientras que continuamos desarrollando nuestro lenguaje verbal a través de la interacción con los demás, nuestro incipiente lenguaje visual suele atrofiarse por falta de uso o de audiencia. Los dibujos de un adulto que no ha desarrollado conscientemente su habilidad artística suelen parecerse a los de un niño de siete años. Esta atrofia no es consecuencia natural del desarrollo, sino producto de la negligencia. Podemos volver a aprender a pasar el tiempo relajándonos a través de nuestra observación si dedicamos tiempo al dibujo.

El modo en que la sociedad y, por extensión, la escuela se relacionan con el arte es un ejemplo para el niño de lo que los adultos valoran. Este es el plan de estudios tácito de la sociedad. Cuando aprendemos a hablar, ejercitamos constantemente palabras nuevas. Cuando aprendemos a leer y a escribir, también practicamos a diario. Nos sorprendemos positivamente y nos sentimos orgullosos cuando conseguimos leer una palabra nueva, y mucho más, cuando somos capaces de comunicarnos con los demás por escrito.
En el caso del lenguaje visual, este contexto de práctica y recompensa no utiliza la misma moneda.

La adquisición del pensamiento lógico, sin duda un logro importante, no ha de suponer necesariamente la supresión del pensamiento metafórico. El objetivo de la lógica es incorporar una nueva dimensión, aumentando así la capacidad cognitiva y potenciando la expresión del niño. Sin embargo, los colegios, salvo raras excepciones, se centran únicamente en el pensamiento racional. Al insistir en separar y dividir el conocimiento en diferentes disciplinas, las escuelas amplían la distancia entre pensamiento y sentimiento, razón y emoción, imágenes y palabras. En lugar de integrar las distintas dimensiones del conocimiento, las fronteras entre las disciplinas incrementan la sensación de fragmentación.

En Soul and Culture (2003), Roberto Gambini pregunta: «¿Acaso no podemos concebir un tipo de educación en la que el niño desarrolle y conserve simultáneamente: su yo y su ego, imaginación y sentido de la realidad, razón y poesía, líneas rectas y curvas, información y formación, pensamiento racional y pensamiento intuitivo?». Al pintar, dibujar o modelar, los niños lo hacen con todo su ser: emoción y razón integradas. Sin embargo, en la mayoría de los centros educativos, no se le presta ninguna atención a esta globalidad. Si examinamos los horarios escolares, comprobamos con facilidad el lugar privilegiado que ocupan las disciplinas que se centran en el desarrollo del pensamiento lógico y en la objetividad. La afectividad, la experiencia subjetiva y el crecimiento emocional se encuentran en un segundo plano. El sector académico en su totalidad margina o trata de dirigir las realidades emocionales de niños y adolescentes. «En clase, especialmente en ciencias naturales, cuando un profesor enseña un cristal a los alumnos, las chicas en concreto suelen exclamar: “¡Qué cristal más bonito!”, a lo que el profesor contestará: “No estamos aquí para admirar su belleza, sino para analizar su estructura”» (Von Franz, 1996). Por tanto, desde el principio nos enseñan a reprimir las reacciones personales y a ejercitar la mente para que sea objetiva.

Si sumamos la cantidad de horas que se dedican a las artes plásticas a lo largo del proceso educativo, descubrimos la poca importancia que los centros escolares dedican al arte. Tal y como afirma Eliot Eisner (2002), «el lugar que ocupa el arte en el curriculum muestra a los jóvenes lo que los adultos consideran importante».

Fue agradable ver el gesto de protesta protagonizado por una clase de alumnos de ocho años. Su profesora tuvo que asistir a una reunión con la psicóloga del centro durante la hora que normalmente se dedicaba a la clase de educación artística. Posteriormente los alumnos se negaron a copiar los deberes, ya que se habían quedado sin la clase de educación artística. La profesora no se había dado cuenta de la importancia de esta actividad, pero los niños sí, y estaban dispuestos a dejárselo claro. Los alumnos entendieron de forma instintiva la afirmación de Judy Burton: «el viaje que se emprende al dibujar precisa mirar tanto hacia nuestro interior como hacia el exterior, al mundo de los demás; genera una especie de flujo y reflujo lúdico que perfila las formas que sirven para expresar aquellas relaciones que se descubren a lo largo del camino». Mientras los niños están dibujando, se concentran en una serie de actos con los que están «atentos a sus voces, sus movimientos, sus matices y sus organizaciones, de modo que se convierten en vehículo de nuevas percepciones, pensamientos y sentimientos, aumentando su conciencia».

«Como artistas, profesores y cuidadores no siempre nos paramos a reflexionar sobre la crucial importancia del aprendizaje durante los primeros años de vida, ni a ponderar su trascendencia para el desarrollo de las destrezas artísticas y la flexibilidad cognitiva. A pesar de que admiramos las obras realizadas en la primera infancia, los garabatos y pintarrajos que adornan las neveras de todo el mundo, no investigamos al mismo tiempo su relevancia para el
desarrollo humano». (Burton, 2013)

Si profundizamos aún más en esta cuestión, nos damos cuenta de que el tiempo que dedicamos a la expresión artística es un tiempo que nos dedicamos a nosotros mismos. Un tiempo en el que tomamos posesión de lo material para reflexionar sobre «mi yo en mi mundo»; para hablar de lo que nos concierne, para dar forma al pensamiento y a la emoción. Es un tiempo precioso que el ritmo de la vida actual ha reducido sustancialmente. ¿Encontramos tiempo en nuestras vidas para la expresión artística? ¿Sacamos tiempo para reflexionar a través de la creación artística y sumergirnos en nosotros mismos emergiendo renovados, preciándonos de ser seres creativos?. Es precisamente mediante el acto de creación por el que nos valoramos. El resultado final puede juzgarse críticamente, pero el hecho de tomarse el tiempo y el interés necesarios para observar y reflexionar es, en sí mismo, una actividad transformadora. El arte tiende un puente entre todos los aspectos del ser, conecta la razón y la emoción, el sentimiento y el pensamiento, la intuición y la percepción. Y de ese modo, aumenta la creatividad y el bienestar tanto a nivel personal como social.

Mediante el uso de las artes en la educación temprana, gracias a su enfoque abierto que incluye todos los aspectos de la vida del niño, se obtiene una altísima probabilidad de captar su curiosidad. Sin esa curiosidad, es difícil conseguir un aprendizaje de calidad. La curiosidad nos lleva a involucrarnos en el acto de aprendizaje. El deseo de saber nos infunde la energía y el ímpetu necesarios para impulsar todo aprendizaje. Un profesor receptivo sabe cómo fomentar y aprovechar los intereses que detecte en sus alumnos. Susan Engels, en su estudio sobre las respuestas educativas ante los intereses de los niños, descubrió una idea que compartían tanto teóricos del plan de estudios como investigadores en el ámbito educativo. Los niños pequeños siempre desean aprender más sobre lo desconocido.

La intriga que despierta tal interés personal es la percepción natural de lo otro, que es a su vez tanto la base de la investigación científica como de la indagación estética. Esta capacidad para mirar el mundo y descubrir e investigar de primera mano lo que nos interesa es el fundamento de las prácticas artísticas con niños pequeños. «La prueba es bastante clara: si los niños tienen curiosidad, aprenden. Resulta que en el tiempo que dedicamos a la expresión artística es un tiempo que nos dedicamos a nosotros mismos la escuela, la curiosidad no es un placer, sino una necesidad» (Engel, 2011;p. 628). De este modo, el reto al que se enfrentan las artes consiste en demostrar lo efectivas que resultan a la hora de responder a los intereses del niño. Los adultos podemos redescubrir la posibilidad de explorar, de un modo abierto y sin prejuicios, todo lo que se nos presenta: lo desconocido. Si da rienda suelta a su curiosidad, un adulto siempre es capaz de sobreponerse a su educación y recuperar su interés por lo visual. ¿Qué llama nuestra atención visual? Nuestra visión estética está presente siempre que presentamos la comida en el plato, decidimos la ropa que nos ponemos, o nos detenemos a observar un efímero rayo de luz. Observar que estamos observando es el paso metacognitivo necesario para convertirnos en testigos únicos de nuestro mundo. Pero no debemos asumir que tales acontecimientos interiores son finitos. Los recuerdos y las asociaciones oscilan y cambian. Esa mutación es la que nos da vida. La clave está en aceptar lo que viene, en interesarse por el hecho de que se está teniendo ese pensamiento, o sentimiento, mientras se observa ese cuadro. No existe una respuesta definitiva o correcta para este proceso. Al redescubrir un cuadro, no es el cuadro el que ha cambiado sino ¡posiblemente sea el observador! Cultivar estas capacidades de curiosidad y concienciación personal forma parte de la apreciación del arte.

El camino de la imagen

Una imagen no es un dato que pueda entenderse a través del pensamiento. La imagen representa una experiencia no verbal que debe saborearse. También podría considerarse como un ruido. El miedo, la desconfianza, la confusión o el deleite… todos estos sentimientos pueden ser el vehículo que nos transporte de modo indirecto hasta ella. El observador puede profundizar más en esta experiencia mediante un acto de imaginación. El poeta John Moffitt (1961) puso de manifiesto hace ya tiempo que no es suficiente mirar fijamente la invitación que se nos presenta, sino que el observador debe fomentar y nutrir el acto imaginativo con una participación activa. 

Para mirar algo,
si lo que pretendes es conocerlo,
debes mirarlo durante un tiempo.
Mirar este verdor y decir:
«he visto la primavera en estos
bosques» no basta; debes
identificarte con lo que ves:
debes convertirte en las oscuras serpientes de
los tallos y en las frondosas plumas de las hojas,
debes penetrar en
los pequeños silencios que se ocultan
entre las hojas;
debes tomarte tu tiempo
para tocar la misma paz
de la que emanan.
John Moffitt

Para acceder a todo conocimiento nuevo, existe un umbral que debe cruzarse voluntariamente; de ese modo, una imagen evocadora puede convertirse en una puerta abierta. Si damos rienda suelta a la curiosidad, un adulto siempre es capaz de sobreponerse a su educación y recuperar su interés por lo visual. La imagen representa una experiencia no verbal que debe saborearse interpretaciones de las obras de arte suelen estar precedidas de unos momentos de observación silenciosa. El posterior diálogo receptivo no trata de
transmitir información, sino de crear las «condiciones apropiadas para generar una experiencia compartida de mirar, ver, pensar, sentir y hablar» (p. 2). Y esto ocurre cuando el observador y el objeto artístico se respetan por igual. También se producen conversaciones que trascienden al discurso; «momentos sin palabras, momentos de silencio atento y lleno de admiración y afecto por la obra de arte» (p. 63). Esta forma de ver no es mecánica. Requiere paciencia y voluntad. Este esfuerzo de relacionar encierra un potencial transformador, puesto que se permite a la imagen trabajar con nuestra mente asociativa. En un mundo invadido por las redes sociales virtuales, la posibilidad de compartir una experiencia significativa in situ frente a impactantes obras de arte ejerce un especial influjo.

En lo que se refiere a las visiones oníricas, Hillman (1991) recomienda: «seguir a la imagen». Cree que debemos tomarnos en serio aquellas imágenes que nos conmueven, que debemos explorarlas con todos los sentidos para darles vida, incluso reconocerlas por su «olor» característico, puesto que traen consigo una llamada sutil y compleja que puede llevarnos a una comprensión más profunda de las cosas y de nosotros mismos. Del mismo modo, podemos plantearnos aplicar este principio a todas las imágenes pictóricas que nos impresionen. «Una imagen concreta es un ángel necesario que espera respuesta. El modo en que le saludemos dependerá de nuestra sensibilidad hacia su realidad y su presencia» (Hillman, 1991; pp. 50-51).

En una entrevista con Suzi Gablik (1997), Thomas Moore afirma que en Occidente hemos perdido la capacidad de contemplar como cultura. Quizás pensemos que mientras contemplamos, no estamos haciendo nada. Todo proceso de creación, tanto intelectual como artística, requiere tiempo, pero también es preciso observarse reflejado, enfrentarse a uno mismo. Nos exige volver a mirar las cosas. Requiere contemplación. Hemos reflexionado sobre cómo experimentar con las artes puede conllevar experimentar con lo otro; lo otro en nuestro interior y en el exterior: la obra de arte.

Es difícil encontrar armonía o definición, especialmente cuando el arte contemporáneo no se basa en la sed de armonía. «Puede evocarse tanto ira, amargura y desolación como alegría y visiones de lo sublime» (Greene, 2001). El hecho de sumergirnos en esos estados conscientemente y con empatía nos permite experimentar de forma segura unas dimensiones vitales a las que no se accede de forma inmediata. Involucrándonos de esta manera, podemos trasformar nuestras vidas.

 
La creación artística como camino

La plenitud y búsqueda de la certeza están presentes en el proceso creativo, tanto en el de un artista adulto como en el de un niño. Esto se hace patente cuando entran en juego la concentración y el uso de todo el cuerpo, vinculando al artista que crea con el niño que juega. Es esa sensación de verse totalmente absorbido por lo que se está haciendo. Los niños juegan porque no puede ser de otra forma, esto mismo les ocurre a los artistas. Los niños pintan porque tienen la necesidad de jugar. El acto creativo es un estado de entrega total en el que razón y sentimiento, dolor y placer, temor y valor son accesibles y están conectados. Al crear, los conflictos no desaparecen, sino que se trasladan hasta el presente. La creación es un acto de unión: una forma de vivir la paradoja de los antónimos y de expresarla con toda su complejidad. «Crear es tan sencillo o tan complicado como vivir, e igualmente necesario» (Ostrower, 1978; p. 166).

Los artistas y los niños comparten su interés por la calidad del momento de creación. Los niños realizan sus actos en base a su necesidad de crecimiento personal, buscan sentirse realizados. Los adultos creativos, como individuos formados e informados, buscan cambiar el mundo que los rodea, tanto física como mentalmente. «Los niños construyen la realidad de la sociedad para sí mismos; los artistas construyen nuevas realidades para la sociedad» (Ostrower, 1978; p. 130). Como espectadores, se nos invita por tanto a buscar aquellas obras de arte que nos permitan vislumbrar nuestras propias asociaciones, que quizás nos perturben hasta el punto de proporcionarnos nuevas visiones de nosotros mismos o de las dimensiones sociales que habitamos. Si nos concedemos este tiempo, estaremos respaldando nuestro desarrollo continuo y la participación saludable de los miembros de nuestra comunidad.

 

Ana Angélica Albano y Graham Price 

Extraído de la publicación Artes y Emociones que potencian la creatividad. Informe Fundación Botín 2014

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