El valor del fracaso

Ignacio Martín Maruri
Ignacio Martín Maruri
nov 15, 2017
Ignacio Martín Maruri
Ignacio Martín Maruri LEQQ
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En nuestra sociedad en general y en particular en el ámbito educativo el fracaso es algo tremendamente denostado. El fracaso se asocia directamente con la incompetencia, la falta de compromiso o el pasotismo. En todos los casos el fracaso se vincula directamente a la falta de conocimiento, capacidad o actitud negativa de la persona que supuestamente lo causó. Esta forma de interpretarlo ha generado una cultura donde el fracaso se tiende a personalizar y con ello se estigmatiza al individuo que no tiene éxito. Este mecanismo tan habitual en nuestra sociedad tiene una cierta lógica si operamos en el mundo de lo conocido. Porque en un ámbito donde existe una técnica o procedimiento probado para llegar a un resultado predecible y deseado, no obtener dicho resultado implica necesariamente que la persona que realizó la tarea no lo hizo de forma correcta. Es decir, su capacidad o su actitud al enfrentar el desafío no fueron las adecuadas. Por tanto, en el mundo de la certidumbre es lógico personalizar y penalizar el fracaso.

Este es el planteamiento habitual en la educación tradicional, porque justamente su propósito era prepararnos para enfrentar un mundo conocido. La educación tradicional se basaba esencialmente en transmitir a los alumnos técnicas y conocimientos para que fuesen capaces de resolver problemas conocidos de la mejor manera posible. Por tanto en las clases de matemáticas y ciencias, pero también en las de humanidades, se entregaba al alumno un conocimiento y unos procedimientos que le permitirían resolver una ecuación, comprobar una ley física, analizar un texto o criticar una obra literaria. Y esa capacidad era verificada posteriormente en un examen, que justamente planteaba problemas que se podían resolver utilizando el conocimiento y las técnicas enseñadas previamente en clase. Los alumnos que no eran capaces de llegar al resultado esperado eran penalizados con una mala nota. 

Este tipo de educación no es negativa en sí misma. Si efectivamente vivimos y trabajamos en un mundo estable resolviendo ciertas tareas habituales de forma recurrente, ser capaces de hacerlo de la manera más eficiente posible es una gran ventaja. Por ejemplo, si yo voy a ser abogado es importante que me aprenda de memoria las leyes y procedimientos judiciales para que cuando tenga que litigar lo haga de la manera más adecuada y eficiente posible. Lo mismo si soy médico o contable. Para cualquiera de estas profesiones, y muchas otras más, ponerse a reinventar la rueda en lugar de aplicar una técnica ya probada resulta muy poco inteligente en la mayoría de las situaciones del día a día.  

El problema surge cuando el ámbito de lo incierto y desconocido tiene cada vez más presencia y relevancia en nuestras vidas. Es evidente que el mundo en el que vivimos es cada día más complejo, está más interrelacionado, es más incierto y más cambiante. El desarrollo tecnológico acelerado, la frecuencia de los cambios sociales, la volatilidad del mercado laboral y el dinamismo y complejidad de la globalización, entre otros factores, hacen que las personas enfrentemos cada vez más frecuentemente situaciones desconocidas. Hace algunas décadas cuando alguien accedía a un puesto de trabajo asumía que era para prácticamente toda la vida. Y cuando alguien se preparaba para ejercer una profesión sabía que su formación inicial le sería útil durante mucho tiempo. Hoy en día todos somos conscientes que nos va a tocar reinventarnos varias veces a lo largo de nuestra vida profesional, aprender continuamente y posiblemente llegar a crear nuestro propio trabajo.

Educar para el mundo futuro supone por tanto ayudar a los estudiantes a vivir en un mundo incierto y eso implica aprender a encariñarse con la incertidumbre, a ser más creativos, a manejar mejor la tensión propia de lo desconocido, a experimentar, a aprender continuamente, a innovar desde la diversidad, a emprender, colaborar, desafiar y desafiarnos, etc. y sobre todo a ser capaces de aprender del fracaso. Porque cuando uno se mueve en lo incierto, en la innovación y en la experimentación, el fracaso es parte inherente del proceso. Los científicos, por ejemplo, saben que los experimentos pueden fracasar. De hecho suelen fallar. Tienen conciencia clara de que no lo saben todo y que cada intento fallido aporta nueva información que permite acercarse más al gran descubrimiento. No se sienten fracasados por fallar. El fallo no se debe a su competencia o su personalidad sino al tipo de trabajo que enfrentan. Como dijo Alba Edison refiriéndose a la invención de la bombilla: “nunca fallé, simplemente no funcionó las 10.000 primeras veces; a la 10.001 se encendió”.

En lo desconocido el fracaso no surge de la incompetencia o de la falta de compromiso sino de la incertidumbre propia del nuevo terreno al cual debemos aventurarnos. En la incertidumbre existen múltiples factores que pueden generar un resultado inesperado más allá de que la persona tenga la mejor intención y capacidad. Por ejemplo, un resultado inesperado puede deberse a la inherente complejidad de la tarea o del proceso, a nuevos factores emergentes que no se podían considerar al inicio, a la introducción de procesos innovadores o experimentales, a la generación de nuevos ámbitos de emprendimiento, a dificultades de coordinación, a la volatilidad del entorno, etc.  Todos estos son factores que nos pueden llevar a obtener resultados inesperados y muchas veces indeseados. Desgraciadamente en nuestra cultura estos factores no se consideran y tendemos a culpar a algún individuo. En general no preguntamos qué ha pasado, qué factor inesperado cambio el curso planificado, o qué podemos aprender del fracaso, lo habitual es que preguntemos quién tuvo la culpa. De hecho, la profesora de la Harvard Business School Amy Edmonson, descubrió que si bien sólo el 5% de los fracaso en las empresas eran atribuibles directamente a las personas involucradas, entre el 70% y el 90% de las ocasiones las organizaciones penalizaban a un individuo cuando el resultado no era el esperado.

Pero la consecuencia directa de esta cultura tradicional que personaliza y penaliza el fracaso es que las personas no se sienten empoderadas y evitan entrar en terreno nuevo o desconocido evadiendo tomar la iniciativa o innovar. Sólo salen de su ámbito de competencia en caso de verse forzados a ello y siempre tratando de ocultar cualquier error que se pudiera cometer. Estas actitudes, comprensibles por otro lado, impiden el progreso ya que inhiben la iniciativa, generan dependencia de la autoridad, mantienen el status-quo e impiden la innovación. En las aulas, esa cultura de la penalización del fracaso lleva a la inhibición de la curiosidad, a la falta de iniciativa y compromiso con el aprendizaje, a transitar por el camino más fácil y conocido aplicando la ley del mínimo esfuerzo.

Necesitamos por tanto empezar a distinguir dos ámbitos de desarrollo distintos en la educación. Uno, más tradicional, en el cual preparamos a los estudiantes para ser capaces de aplicar soluciones disponibles a problemas conocidos y otro, cada vez más relevante, en el cual facilitamos que los estudiantes aprendan a manejarse en lo incierto y desconocido, aprendiendo y progresando desde la experimentación y el fracaso desde su propia iniciativa y experiencia. El primero irá perdiendo relevancia ya que los problemas recurrentes, para los cuales existe un procedimiento conocido y por tanto programable, se resuelven cada vez más con el uso de la tecnología. Seguir preparando a las personas para solucionar problemas conocidos tiene cada día menos sentido ya que pronto ese será un ámbito reservado esencialmente a las máquinas. Por tanto debemos cada vez más enfocar la educación en preparar a los estudiantes en ser capaces de aprender, vivir y desarrollarse en el ámbito de lo desconocido.  

Para que los estudiantes puedan adentrase en este segundo ámbito del aprendizaje es necesario que se den dos condiciones. Por un lado debe existir un entorno psicológicamente seguro. Es decir, un entorno donde arriesgarse, preguntar, fracasar o disentir no suponga un riesgo de exclusión, burla o abuso, aunque sea sutil o inconsciente. Un entorno donde el estudiante sepa que aventurarse y arriesgarse no pone en riesgo su dignidad, su autoestima, ni su aceptación social. Un entorno donde la experimentación y el fracaso sean declarados y valorados como componentes naturales del proceso de aprendizaje y no como un estigma personal. Pero este entorno de seguridad psicológica no es suficiente por sí mismo, necesita además de la motivación y de la exigencia si es que se quiere generar realmente un espacio de aprendizaje. Porque la existencia de esa seguridad no lleva a los estudiantes a aventurase más allá de lo que ya conocen, es necesario además un aliciente intrínseco o extrínseco, en forma de motivación o de exigencia que incentive e incluso obligue a salir de la zona cómoda y aventurarse en espacios nuevos. La seguridad sin exigencia sólo genera comodidad. Pero por otro lado la exigencia sin un entorno capaz de contenerla sólo genera angustia y evasión. Por tanto ambas condiciones, seguridad y exigencia, son necesarias e imprescindibles para promover el aprendizaje y ninguna es suficiente por sí misma. Sin embargo, cuando se interpreta el espíritu del debate educativo y de las reformas planteadas y realizadas en las últimas décadas se puede observar una tensión entre priorizar el desarrollo de espacios de mayor seguridad psicológica y el deseo de promover un mayor nivel de exigencia. Pero esta supuesta dicotomía, es en sí misma una discusión innecesaria ya que como se puede ver, seguridad y exigencia son dos caras de la misma moneda. Cualquier reforma educativa de futuro necesariamente debe buscar la manera de integrar, desarrollar e incentivar ambos aspectos.

Pero promover este tipo de educación supone, además de la existencia de un acuerdo social y político reflejado en una legislación educativa adecuada, una profunda revisión del rol, comportamiento y técnicas pedagógicas de los profesores. Supone por tanto una tremenda revisión y cambio del papel tradicional del profesorado. Ser capaces de ir desligándose paulatinamente de una educación tradicional centrada en la figura del profesor que desde su experiencia y mayor formación transmite conocimientos y procedimientos validados, e ir transitando hacia otro modelo educativo donde el rol de la autoridad es ser generador de espacios seguros y al mismo tiempo desafiantes en los cuales el estudiante pueda aprender desde su propia iniciativa, experiencia y fracasos supone un cambio radical. Para muchos esta transición no será fácil y mucho menos si el entorno social y político no apuesta decididamente por educar para el siglo XXI, pero se hace imprescindible que en la medida de lo posible vayamos revisando nuestro quehacer en las aulas, si queremos realmente ayudar a que nuestros estudiantes puedan desarrollarse, progresar y ser felices en el mundo cambiante e incierto que les va a tocar vivir. 

 

Ignacio Martín Maruri

Ingeniero y profesor de Liderazgo y de Transformación Organizacional

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