La óptica de la educación

abr 14, 2016
Miriam Izquierdo

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Como cada mañana, Joaquín atravesaba la sevillana Plaza de España para dirigirse al colegio donde, desde hacía ya más de seis años, daba clase a alumnos de primaria. Siempre elegía este camino. De manera que seguramente ya era capaz de recorrerlo sin necesidad de utilizar los cinco sentidos.

Lo que Joaquín no sabía es que cuando te acostumbras a las cosas dejas de percibirlas, hasta que un día, por alguna razón, se hacen visibles de nuevo. Ese foco que arroja luz sobre las sombras es la conciencia, y para tomar conciencia, a veces tienen que ocurrir algo.

Joaquín caminaba distraído, vagando en pensamientos sin percatarse de su alrededor, sin percibir novedades y ensimismado en su diálogo cotidiano de programaciones mentales: qué hacer para hoy, qué para mañana… De repente, una de las calesas que pasean turistas encantados con las vistas, se cruzó en su camino. Asustado y sujetando con la mano su pecho alzó la mirada.  Se encontró de frente con un caballo no menos desbocado que su corazón. Por suerte, la proeza del conductor hizo virar al jamelgo y evitar una desgracia, quedando reducido el acontecimiento a un intercambio caluroso de expresiones malsonantes y cargadas de tensión.

Pero la imagen del caballo ya se había quedado grabada en su retina. Prosiguió el camino dando cuenta de cada uno de los detalles de la situación vivida. De tal manera que rescató la visión del animal color pardo, con crines negras, desbocado patas arriba, con las correas tensas y las antojeras cubriendo sus ojos. Las antojeras cubriendo sus ojos? ¡Cubriendo sus ojos!

Acababa de darse cuenta de lo que se parecía a ese caballo. Al animal se las ponen para que pueda hacer su trabajo, no se despiste del camino. ¿Y Joaquín? Joaquín pensaba que también él llevaba una antojeras que le conducían por los mismos caminos uno y otro día. En su trabajo, con su familia? Él, que se jactaba de ser creativo, de innovar? Y sin embargo hacía tiempo que ya no sabía mirar.

Se preguntó cuánto estaría afectando esta forma de interpretar la realidad a toda su vida y acciones. Esta reflexión le acompañó hasta la entrada del colegio y un poco más tarde a la puerta de su clase. Sensibilizado como estaba con esta toma de conciencia, decidió saltarse la programación y dialogar con sus alumnos, para conocer otros puntos de vista. Así, les preguntó: "¿Qué os gusta mirar?" Las respuestas fueron tan diversas como interesantes. A Martín le gustaba ver cómo dormía su hermano recién nacido, a Rebeca cómo se movían los gusanos de seda, a Pablo le gustaba mirar a su padre arreglar una bombilla, pero le gustaba ver la televisión.

Joaquín se dio cuenta de que los niños distinguían entre ver y mirar, de la misma manera que nosotros solemos hacer la distinción entre oír y escuchar. En el mirar hay aprendizaje, curiosidad, descubrimiento, investigación, etc. El ver se convierte entonces solo en un proceso de recogida de información a través del sentido de la vista.

Quizás esta fuera la clase más bonita que Joaquín, a veces cansado, había tenido en mucho tiempo, aunque dudaba si no sería que había aprendido él más que sus alumnos de este intercambio.

Recordó, que no muy lejos de donde estaba ubicado el colegio, habían abierto una nueva óptica. Le habían llegado ciertos rumores de que estaba especializada en ofrecer diferentes formas de mirar en la educación,  pero él siempre pensó que no se trataba más que de eso: un rumor. Con su nueva postura ante la vida, decidió acercarse a conocer cuánto de cierto había en esa historia. Nada mejor que verlo con sus propios ojos. Y allí estaba. Un enorme cartel colgaba de la fachada: "La Óptica de la Educación".

El tintineo de dos campanillas anunció la entrada de Joaquín en la tienda. A su encuentro salió una oftalmóloga muy agradable que dedicó tiempo y sonrisas a escuchar a nuestro amigo. Joaquín se había dado cuenta de que llevaba años sin mirar, y que por lo tanto también había dejado de mirar a sus alumnos, los cuales, apenas dos horas antes,  le acababan de enseñar una importante lección.
"Me queda mucho que aprender, y yo pensé que lo sabía todo". Explicó Joaquín a Lucía, la oftalmóloga, que llevaba muy bien escrito su nombre en una plaquita en el pecho.  Ella le explicó que cuando nuestras propias creencias, nuestro orgullo y el ego no nos dejan aprender más porque creemos que ya lo sabemos todo, padecemos de miopía y que se corrigen con unas gafas que ayudan a enfocar a los demás y ver más lejos que uno mismo.

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Intrigado como estaba con el hallazgo de estas lentes, preguntó a Lucía por otras situaciones. "Tenemos unas que no reflejan errores", le comentó la joven cuando Joaquín le dijo que a veces le preocupaba demasiado cuando sus alumnos fallaban y que eso hacía que en ocasiones fuera excesivamente duro con ellos.

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Le mostró otras que le facilitaban encontrar más soluciones a diferentes problemas porque desarrollaban la creatividad solo con ponértelas.

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Por último, le mostró un par de gafas, con una lente de cada color, que permitía, a quien las usaba, abarcar dimensiones distintas de la educación, haciéndole más flexible en contenidos y temas.

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Joaquín alucinaba. Existía unas gafas para cada situación. Pero una pregunta le generaba inquietud: ¿Tendría que usar todas las gafas? ¿De golpe? Lucía se sonrió y le explicó que no era necesario. Aquellas no son unas gafas normales, cuando usas una de ellas durante un tiempo, lo necesario para corregir la visión, nunca más tienes que volver a usarlsa. Le explicó que, en principio, todos tenemos que llevar algún tipo de estas gafas pero que lo ideal es dejar de usarlas. Por lo tanto, le invitó a que fuese probando, de una en una, y que cada día se preguntase qué necesitaba corregir ese día para ser capaz de mirar en vez de ver. Le recomendó que, como eran excesivamente baratas, al menos se llevase una de cada y que las usase cuando él creyera conveniente, asegurándole que probablemente terminaría por usarlas muy de vez en cuando, pero que convenía tenerlas guardadas en un cajón, por si acaso, en algún momento, se olvida de mirar. Por último, argumentó una cualidad más de este extraordinario producto, y es que las gafas de mirar permiten detectar problemas, mientras que las versiones de gafas para ver lo que hacen es juzgar.

Tras salir de la óptica, probando las gafas para "la miopía egocentrista", se dio cuenta de lo hermosa que era la Plaza de España. Ya lo sabía. La había visto cientos de veces, pero nunca la había mirado como hasta ahora.

Cuántas veces, como Joaquín, nos olvidamos de mirar a aquellos que enseñamos y lo que enseñamos.

 

 

Miriam Izquierdo

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