Libertad y orientación

sep 23, 2021
Gregorio Luri

La orientación

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En uno de sus diálogos, Platón nos pregunta: “Cuando alguien que dice que quiere ir de un sitio a otro no deja de dar vueltas, ¿sabe a dónde va?” Es dudoso que lo sepa y, sin embargo, precisamente por eso, puede ir a cualquier parte. Podríamos decir que tiene la plena libertad que le ofrece la indiferencia con respecto a su destino. Pero elegir esta libertad equivaldría a moverse en la completa oscuridad. La libertad que nos importa es la quien decide conscientemente entre diferentes rutas de acuerdo con una meta elegida previamente.

La conducta libre surge del encuentro prudencial del entendimiento y la voluntad. Como la función del entendimiento es definir, delimitar, afirmar y negar, toda elección supone una renuncia. Si el viajero de Platón elige una ruta que lo saque de su indefinición, tendrá que asumir que cada paso que dé será una negación de las posibilidades alternativas.

La libertad tiene que ver con la capacidad para discriminar el valor de las alternativas que parecen conducirnos hacia una meta. Pero para poder decidir con criterio la elección de una alternativa, tengo que haber elegido previamente la meta. En última instancia, pues, mi libertad depende de mi decisión de entender la complejidad del acto libre y de asumir su problematicidad. Sólo soy libre de escoger el camino A o el B, si sé a dónde quiero ir. La libertad que importa es la que surge de la decisión de hacerme con una imagen de la unidad del camino mi propia vida y de sus fines.

Nunca me conozco a mí mismo tan bien como para estar seguro de hacer elecciones inteligentes. La libertad, por sí misma, no me hace sabio, pero sin libertad no puedo aprender de mi camino. A los hombres que van haciendo camino necesitados de confirmar permanentemente su orientación, los filósofos estoicos les dieron el nombre de “prokoptontes”, “los que siguen una ruta”. No son sabios, pero pueden progresar si aprenden de sus aciertos y errores.

En lugar del caminante consideremos ahora al jugador de fútbol. Para jugar debe elegir someterse a los dictados de un reglamento que limita sus posibilidades de acción, pero gracias a esas limitaciones es posible el juego.

El límite

A las personas de nuestro tiempo no nos gustan las limitaciones. Pero son imprescindibles para ser libres. Desde la LOGSE para aquí se viene insistiendo en nuestras leyes educativas que el fin de la educación es “desarrollar todas las potencialidades del niño”. Son palabras que sintonizan muy bien con nuestra sensibilidad. Pero ahí está lo preocupante, porque son absurdas. Todo padre sabe que en su hijo apuntan unas competencias que conviene estimular y otras que es sensato reprimir para permitirle crecer. Por ejemplo, es bueno reprimirle la capacidad de meter los dedos en los enchufes.

Para ser personas morales hemos de ser libres para intervenir conscientemente sobre nosotros mismos dotándonos de metas, estrategias y límites. Pero hablar de metas, estrategias y límites es hablar de planificación. El libre planifica porque es capaz de retener su conducta. La retención o la inhibición de la acción previa a la conducta expansiva es un rasgo inherente al acto inteligente. Por eso sostenía Freud que “el primer humano que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra fundó la civilización”.

La capacidad de controlarnos para inhibir la respuesta a un impulso hasta que hayamos reflexionado sobre la secuencia posible de nuestra acción, debería incluirse de manera prioritaria en los listados de las llamadas “competencias del siglo XXI”. Sabemos bien que es uno de los predictores más fiables de los resultados escolares.

Recuperemos a los “prokoptontes”, los caminantes, porque la única manera de aprender a ser prudente es intentando ser prudente y aprendiendo de la experiencia. “No se madura jamás para la razón”, decía Kant, “si no es por medio de los propios intentos”. Por esto he defendido en multitud de ocasiones que tenemos el deber moral de ser inteligentes. Si no somos inteligentes, no podemos ser morales.

Principio represor

Atrevámonos a llamar a las cosas por su nombre. Es una buena manera de robustecer nuestro entendimiento. Así como en el deporte no hay posibilidad de juego sin la presencia de un reglamento que estimule unas conductas y reprima otras, para actuar de forma adulta, necesitamos algún principio moral que resalte el valor de una elección sobre sus alternativas, aunque las segundas puedan parecer a primera vista más apetecibles. Para elegir lo mejor no es suficiente con desechar lo peor. Debemos resistir también la atracción de lo meramente bueno.

Pensemos en nuestra capacidad para mantenernos fieles a una promesa, es decir, para obedecernos a nosotros mismos manteniendo vigente, en un presente continuo, la palabra dada en el pasado. Es una de las formas más nobles de la obediencia constructiva

de uno mismo, porque, si bien al dar mi palabra estoy restringiendo mis posibilidades de acción (me he comprometido con otra persona a hacer en el futuro determinadas cosas y a no hacer optras), al demostrar que soy capaz de mantener mi promesa, gano confianza en mí mismo y permito que los demás sepan a qué atenerse cuando tratan conmigo, incrementando así mis vínculos sociales. Es bueno que los que juegan conmigo confíen en que respetaré las reglas de juego. Al mismo tiempo, al decidir mantenerme sujeto a una promesa, ofrezco y me ofrezco una identidad estable.

Ya sabemos que nunca podremos controlar el azar, pero sí podemos educar nuestra manera de enfrentarnos a lo imprevisto e, incluso, a los resultados imprevistos de nuestra buena voluntad, con una cierta serenidad, por ejemplo, con la serenidad de Zinedine Zidane controlando los balones difíciles que le llegaban de manera inesperada. Quien sabe afrontar lo inesperado con serenidad y confianza en sí mismo, tiene ya adelantada una parte de la respuesta adecuada.

Sostengo, pues, que para tener una vida humana hemos de estar construyendo alguna imagen de su unidad (del trayecto y la meta) que nos vaya proporcionando el principio ordenador, envolvente, de los fines fragmentarios de nuestra vida y, así, ir reajustando la forma precisa de la unidad.

El alma

El conflicto entre espontaneidad y estrategia, aunque en el hombre adquiere una dimensión moral, es un imperativo vital. Vivir es vivir estratégicamente. Todo animal que pretenda mantenerse con vida debe aprender a controlar sus impulsos, a no dejarse atrapar por lo inmediato. El depredador ha de evitar lanzarse inmediatamente en pos de su presa. De esta forma desarrolla estrategias sutiles de aproximación sigilosa. Los chimpancés que mantienen una cita sexual secreta tras unos arbustos saben que es prudente no expresar su deseo frente a los machos de mayor rango.

Si observamos el proyecto moral desde lo bajo lo descubrimos como un imperativo biológico. Pero en el hombre ha de ser observado desde lo alto desde el imperativo moral.

Al ámbito interior que evalúa la distancia entre la inercia del deseo y lo mejor que podemos llegar a ser, le hemos dado en Europa tradicionalmente el nombre de alma. Hay buenas razones para seguir manteniéndolo, porque el alma puede ser pensada como instancia que cuida de sí, cosa que no nos permite ni el reflejo, ni el yo, ni el sujeto, ni el cerebro y ni tan siquiera la conciencia.

Al hablar de lo alto, estoy pensando en lo mejor que podemos llegar a ser como seres en camino, en algo a lo que podemos ir dando forma racionalmente a partir de la acumulación de experiencias de nosotros mismos. Todos conservamos memoria de aquellas experiencias en las que nos sentimos a la altura de la excelencia. Por eso nos gusta rememorarlas pública y privadamente, con legítimo orgullo. Todos conservamos también recuerdos que más vale llevar con discreción, porque son tan vergonzosos que humillan nuestra ambición. La ley moral, desde esta perspectiva, nos diría: proyecta sobre tu futuro, nunca definitivamente fijado, la unidad en construcción de lo mejor que ya has realizado, de tal forma que se convierta en principio prudencial ordenador de tu vida.

En el alma, ese ámbito en el que lo mejor que podemos llegar a ser se dirige a la inercia de lo fragmentario que somos, hallamos siempre una disimilitud entre lo que somos, tal como nos vemos delimitados por nuestra conducta, y la idea que tenemos de lo que podemos llegar a ser. Ser hombre es ser sensible a esta disimilitud.

He definido con frecuencia al maestro como el celoso amante de lo mejor que puede llegar a ser un alumno. En efecto, merece el nombre de maestro quien estimula a sus alumnos a considerarse dignos de aspirar a conquistar una imagen unitaria de sus vidas y de asumir responsabilidades sobre la misma; quien les despierta el apetito de considerarse dignos de experimentar que un hombre libre, cuando fracasa, sólo se echa las culpas a sí mismo, precisamente porque es libre.

Integrar mis vivencias y experiencias aisladas en la estructura y fin de mi propia vida. Darles sentido a aquéllas eligiendo constructivamente ésta con la ayuda de la experiencia acumulada. Esto es ser libre.

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