Pasión por Educar, Francesc Torralba

Francesc Torralba
Francesc Torralba
ago 30, 2019
Francesc Torralba

Sin negar las tensiones y las dificultades que conlleva la tarea de educar, resulta hoy más necesario que nunca, ahondar en estos argumentos, descubrir racionalmente la dignidad de este rol en la sociedad y ello no por motivos gremiales, sino a partir de razones vitales que emanan de la práctica de esta actividad y de la experiencia de los beneficios y las posibilidades que brinda esta vocación y profesión para el crecimiento personal y social.

El ejercicio del magisterio es un modo de darse, de entregarse a los otros y, por eso mismo, uno de los caminos de felicidad más dignos para el ser humano tanto en el pasado como en el presente. Estamos hechos para el don y el maestro tiene la gran ocasión de darse todos los días, de dar lo que sabe, lo que conoce, lo que ama, lo que ha aprendido, en definitiva, lo que es.

La plenitud que experimenta el maestro cuando da lo que es y cuando dando lo que es percibe que sus alumnos crecen y se desarrollan, que amplían su visión del mundo y de la realidad, que se van construyendo como personas, es impagable. Es una compensación interior, de tipo emocional, pero no por ello irrelevante, sino todo lo contrario.

La tarea principal del maestro es ayudar al alumno a aprender a ser lo que es capaz de ser, pero para ello tiene que explorar sus capacidades latentes. La capacidad es un intangible; no está colgada con un letrero en la frente del educando; es algo que no se vislumbra inmediatamente. El poder ser está oculto, pero el maestro tiene que descubrirlo y darle vida. Es un ser llamado a hacer de su vida un proyecto personal, poseedor de una intimidad que el maestro tiene que preservar en todo momento, tanto en el niño como en el joven y adolescente. De ahí que el buen maestro se limite a sí mismo como expresión de respeto a la dignidad del alumno.

Uno deviene maestro en la medida en que no deja de ser discípulo, alcanza el rol de maestro desarrollando la misma actividad de enseñar, ejercitándose en el aula y fuera de ella, aprendiendo de los contextos, de los libros y de las múltiples interacciones que tiene con sus alumnos, con las familias y con los otros maestros.

El maestro es un ser in fieri, una obra de arte in progress, un ser que se construye a lo largo del tiempo. Es un ser humano que se siente, siempre y en cualquier circunstancia, un aprendiz, un ser que está perfectamente abierto, que practica la receptividad y que jamás olvida su condición de educando.

Maestro es un ser humano al que se le suponen dos cualidades básicas e ineludibles, a saber, la voluntad de comunicar lo aprendido, lo vivido, lo sufrido y lo gozado; pero, también, requiere de otra, tan relevante como aquélla; la capacidad de comunicar, de transmitir lo aprendido de un modo adecuado, teniendo en cuenta la capacidad receptiva del alumno, sus lenguajes, su contexto, su circunstancia, para decirlo con una bella categoría de José Ortega y Gasset, en definitiva, su nivel de comprensión. 

La voluntad de comunicar se le supone al maestro, como el valor al soldado. Si no posee esta voluntad, si no siente el anhelo, el deseo de transmitir lo poco o mucho que sabe, no hay acto educativo posible, no hay vínculo pedagógico, tampoco existe un ser humano que pueda denominarse maestro.

Al maestro se le supone la voluntad de comunicar. Puede que uno atesore conocimientos, que posea una gran erudición, pero puede que no sienta la necesidad de comunicarlos. Existe el erudito, el especialista, la rata de biblioteca que, a pesar de saber mucho de un área determinada del saber, no siente el más mínimo deseo de comunicar lo que ha aprendido a los demás, lo que ha descubierto y explorado por sí mismo. No puede ser maestro.

La voluntad de comunicar es la condición básica e ineludible para que un ser humano pueda convertirse en maestro. Debería estar presente en todos los candidatos a tal profesión, pero también debería estar presente durante toda su vida profesional.

La voluntad de comunicar es el anhelo de hacer partícipe al alumno del conocimiento de la realidad. Es un acto de donación, un proceso de civilización. En la medida en que el maestro comunica lo aprendido, aprende a comunicarlo mejor. No pierde lo que sabe, lo gana, lo conoce mejor, adquiere más habilidades.

No se nace maestro. El maestro se hace, se construye en la medida en que comunica, una y otra vez, lo aprendido, pero, en cada repetición, incluye aspectos nuevos, incorpora elementos que desconocía, de tal modo que la repetición no es una simple reiteración de lo mismo, ni un círculo vicioso que da vueltas sobre sí mismo de un modo inquebrantable.

En cada repetición, el maestro incorpora nuevos aprendizajes que ha hecho a lo largo de su vida. La repetición no tiene porqué ser una cansina reiteración de lo mismo, un tedioso movimiento sin escapatoria. Todo lo contrario; puede ser la ocasión para mejorar, para incorporar lo nuevo, para aprender de los errores del pasado, para fortalecer la propia vocación, para ganar seguridad y reconciliarse con el pasado.

Comunicar es salir de sí mismo sin dejar de ser uno mismo. Salir significa trascender los límites del yo para alcanzar al otro, abrirse a los demás. Es una forma de vaciamiento, de olvido del ego, pero el maestro, en la medida en que enseña, no deja de ser quién es sino todo lo contrario.

Cada cual, cuando enseña, expresa su talante personal a la hora de educar. El talante, bella expresión de José Luis López Aranguren, el modo de ser, el carácter propio no se pierde a través de la tarea educativa; sino todo lo contrario, el modo cómo enseña el maestro revela, de una manera transparente, lo que es, para bien y para mal.

Cada maestro posee su estilo y los alumnos reciben estilos magisteriales muy variados a lo largo de su formación humana, de tal modo que esta misma pluralidad es educativa por sí misma, porque manifiesta distintos modos de ser adulto y de ejercer el magisterio. Evidentemente, las comparaciones son inevitables entre los alumnos, pero la riqueza de una comunidad educativa está en la pluralidad de talentos que habitan en ella.

Comunicar consiste en exteriorizar, en liberar lo aprendido, en dar a conocer lo que se ha asumido lentamente. Es una práctica de vaciamiento. Este acto comunicativo exige, en cualquier caso, contención, dominio de sí, cautela y prudencia. El centro de referencia debe ser el alumno, pues no se trata verter cualquier contenido al exterior, ni de vaciar cualquier emoción. 

El maestro debe discernir, en cada circunstancia, lo que debe comunicar y lo que debe callar. Hay maestros que tratan de comunicar todo lo que saben, sin pensar en la capacidad de comprensión del alumno. Vierten todo lo que saben, sin valorar el tiempo que supone tal ejercicio ni las consecuencias que puede tener para otras áreas temáticas.

El maestro debe pensar en el futuro del alumno, no en su presente, ni en sus intereses corporativos; debe imaginar qué conocimientos, técnicas y habilidades deberá tener en su haber el alumno para situarse en el mundo en los próximos diez o veinte años.

Eso exige una tarea de anticipación y de prospectiva, donde es posible, lógicamente, equivocarse. Lo más cómodo es transmitir lo que el maestro sabe, sin pensar en lo que el alumno debe saber y dominar, pero es lo menos eficaz des del punto de vista educativo. 

La acción educativa es comunicación, salida de sí, pero, simultáneamente, contención, autodominio y responsabilidad. No es un pretexto para liberar emociones tóxicas que fluyen por la interioridad. El alumno es un receptáculo para llenarlo de conocimientos fútiles y estériles, completamente irrelevantes para su construcción como ser humano.

Al maestro se le supone voluntad de comunicar lo que es, lo que sabe, lo que cree, lo que conoce, pero el aula no es un vertedero emocional ni mental. De ahí la necesidad que el maestro discierna, en cada momento y contexto, lo que debe y puede comunicar, que piense en lo esencial, en lo que verdaderamente tiene que dar a conocer, pensando siempre en el bien del alumno, en su desarrollo integral, en su perfeccionamiento como ser humano.

El maestro es un ser humano y no un puro transmisor de conocimientos; es un ser que tiene que discernir qué es lo que debe comunicar pensando en el bien de sus alumnos. Tiene que prestar atención, pues, a sus emociones tóxicas, también debe estar muy despierto y atento a los prejuicios, tópicos y estereotipos negativos enquistados en su alma.

Existe como tal cuando siente el persistente anhelo de comunicar lo que ha aprendido, cuando percibe la ilusión de darse, de entregarse, una ilusión que se nutre al constatar que gracias a esta donación el alumno crece en profundidad y en amplitud, crece como ser humano. La voluntad de comunicar se alimenta al ver sus frutos, al ver cómo cambia el alumno, cómo se transforma su ser y se desarrolla.

Al maestro se le supone otra cualidad, tan valiosa como la voluntad de comunicar, la capacidad para hacerlo. No se nace capacitado para todo. Se nace con algunos talentos, a veces, muy secretamente ocultos. En la medida en que uno se va conociendo a sí mismo, descubre lo que puede dar a los demás.

El vínculo educativo exige, por parte del maestro, voluntad y capacidad de comunicar, siempre de un modo adaptado, teniendo en cuenta donde está el alumno, cuál es su lenguaje y su mundo, pero exige, además, por parte del alumno, el otro polo del proceso educativo, dos elementos simétricos: la voluntad de aprender y la capacidad para ello. 

La tarea esencial del maestro consiste en despertar tal deseo o avivarlo, pero ello no es fácil. Para conseguir tal objetivo, el método socrático es muy adecuado. El alumno debe darse cuenta, en primer lugar, que no sabe, debe ser consciente de su carencia de saberes. Sólo la experiencia de la carencia mueve a satisfacer el deseo. El maestro debe mostrarle su ignorancia, debe ayudarle a tomar conciencia que no sabe, pero sin humillarle, sin ofenderle; más bien todo lo contrario, tiene que mostrarle que puede conocerlo, que el saber está ahí para todos, que no pertenece a un grupo cerrado.

El sistema interrogativo puede ser útil. Es el mismo que utilizaba Sócrates en el ágora. Para poner de manifiesto la ignorancia de sus interlocutores, el maestro griego formulaba preguntas y a partir de las respuestas cotejaba el nivel de conocimientos de su interlocutor. Las preguntas ponen de manifiesto los límites de lo que conocemos. También cuando el alumno pregunta al maestro, el maestro se expone, porque puede llegar a la conclusión que no sabe.

El milagro educativo se produce cuando tiene lugar el encuentro decisivo entre un ser humano, el maestro, con voluntad para enseñar y capacidad para ello; y el alumno, otro ser humano, con voluntad de aprender y capacidad para ello. Cuando ese encuentro tiene lugar, el proceso educativo fluye con toda su potencia y esplendor. 

La arrogancia es el obstáculo fundamental para que fluya el proceso educativo, ya sea por parte del maestro o del alumno. Si el maestro sufre arrogancia, no explicará lo que para él es obvio, ni gastará tiempo en lo que considera que son un conjunto de naderías; pero si el alumno es arrogante no prestará ni un instante de su tiempo a escuchar al maestro.

Humildad y confianza son los valores esenciales para que fluya la acción educativa.

 

Francec Torralba

Filósofo, teólogo y escritor

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